martes, 20 de mayo de 2014

DURA COMO UNA PIEDRA

Una semana antes dejo de moverse y esto preocupó a quienes nos atendían. Esa misma semana decidimos ir de Marbella a Chiclana para que mi madre pudiera ayudarnos.
Sentada en un gran sillón, Nancy sabía que le llegaba su hora y respiraba cada vez más profundamente. Pronto la pasaron a la sala de parto. Allí las enfermeras preparaban todo lo necesario para atender estos casos. El cordón umbilical se había enredado en el pequeño cuello de Rebeca y cada vez la respiración se le hacía más difícil. Los doctores, que con atención y nerviosismo esperaban que Rebeca empezara a asomar su cabeza para enseguida pinzar el cordón y cortarlo, al notar mi intromisión en la sala me dijeron que tenía que salir, a lo cual yo alegué con determinación que yo era el padre y que no me iría.
Nancy sentada con sus piernas en alto decía vez tras vez "¡no puedo, no puedo!" y agarraba con fuerza mi mano izquierda. Por fin asomó la cabeza de Rebeca y todos esperaban a ver si la pequeña estaría todavía con vida. La madre se fijó como una de las enfermeras tenía los ojos llenos de lágrimas y en aquel momento pensó que su hija podría estar muerta. Cortaron el cordón y... ¡la niña estaba bien! Se la entregaron a su madre y enseguida se la llevaron, la lavaron y vistieron y la pusieron en la sala de incubadoras con otros recien nacidos.
Cuando su abuela y yo pasamos a verla, Rebeca estaba ennegreciada y dormía plácidamente como si nada hubiera ocurrido. Ya había oído su corazón antes de nacer, pero cuando la vi por primera vez, un fuerte lazo de unión me atrapó.